lunes, 11 de septiembre de 2006

El Despertar

No estoy loca, estoy enferma.

Enferma como tú, que te acuestas con las tripas revueltas por la cena, como tú, agitada por malos sueños, como tú, despierta en esta ciudad de sonámbulos y cloacas incapaces de evacuar tanta mierda.

Salto de la cama del aburrimiento y apoyo las palmas contra el cristal de la ventana para asomarme al Mundo Libre. ¿Me gusta lo que veo? Veo la corrupción de la belleza del retrato de Doriam Gay. Veo una selva profunda y un río fluyendo del corazón de las tinieblas. Veo un reino en manos manchadas de sangre, algo huele a podrido en Dinamarca.

Debe ser el colapso de las conducciones subterráneas lo que hace temblar las tapas de las alcantarillas. Los sumideros rebosan y las calles se llenan de sonámbulos cansados de engordar delante del televisor. ¿Es que no te diviertes con ellos? ¿No te gusta beber y bailar con los pies hundidos en tus propias heces? No lloriquees, el pesimismo es otra expresión de cobardía.

El rumor de las masas afluye hacia la plaza pública, donde todos los rostros se vuelven hacia el reloj de la torre. Es la Fiesta de Fin de Año. Es el Día del Juicio Fatal, la Hora Embrujada de la Noche en que se abren los sepulcros y el infierno exhala al mundo su infección. El asesino es artífice de la belleza, y toda muerte completamente inútil. Así las cosas, el crimen —el único crimen imperdonable— consiste en no hacer lo que uno debe. Así que me niego a volver a la cama y escribo una lista. Una lista de nombres que revelaré al Mundo Libre al tiempo que el mundo se libre de sus dueños.

El tiempo se acaba. La masa sonámbula se estremece en la plaza pública, y el reloj de la torre da las doce campanadas. Yo escupo la pulpa de las uvas y me niego a seguir tragando, mientras se inflama el neón que dice Feliz Año Nuevo. ¡Hay tanto que celebrar! El futuro está en nuestras manos. En manos de quienes descorchan botellas y riegan la plaza de champán, los borrachos de vacío, los vaciadores de orejas, los hurgadores de narices, los rascadores de culos, los bostezadores de butaca, los adolescentes con corbata, los consumidores de politonos, los peinadores de tópicos, los coleccionistas de fotocopias, los recicladores de ciclos, los escultores de miga de pan, los cooperantes de la burocracia, los opinadores prêt-à-porter, los dietistas de la cultura, los sufragistas de la mesocéfalocracia, los soberanos de la soberbia, los saneadores de la envidia, los herederos de la pereza, los predicadores de teletienda, los barítonos de eslóganes, los masturbadores publicitarios, los piadosos de la lotería, los catedráticos del horóscopo, los universalistas municipales, los criadores de gusanos, los cerebros infundibuliformes... ¡Que me aspen si no están todos ahí abajo! Los que respiran por el ano, los que sorben por las narices, los que mean en la piscina, los que dejan pasar la vida deseando que pasen deprisa los primeros cinco días. La masa desmoralizada, las abstenciones de nuestra democracia estupefaciente... ¡Más champán! ¡Que la fiesta continúe hasta que amanezca!

Las primeras luces del día encuentran el espejo de las torres de babel, la noche del centro financiero follada por el alba del Apocalipsis. La luna en el mal riela y el horizonte vacila como una alucinación. El futuro en nuestras manos. Estoy despierta. Enferma de verles con los ojos cerrados delante del televisor más grande de la historia.

Abandono esta ventana y la posición del testigo, para ascender hasta la azotea de la clarividencia donde comienza el relato de mi matanza. Que el recuerdo de lo que he perdido me permita sobrevivir a mi tarea. Que la muerte me consienta darme al mundo antes del fin, y me llene la boca de tierra cuando lo haya dicho todo.

Afuera me aguarda la emboscada del sol y me rebana los párpados. Ahora sí, después de la acción de la navaja, empiezo a ver con claridad a través de toda esta sangre. ¿Puede ser la muerte una explicación? La que todo el mundo conoce —yo te la ofrezco—, la que nadie se atreve a mencionar.

En medio del bosque de antenas que echan raíces en los televisores, se levanta un viejo depósito de agua. La estructura que lo soporta está abrazada a un cartucho de dinamita, y una centella corre sobre una mecha a su encuentro. ¡Que la pólvora haga su trabajo! La explosión dobla la rodilla de la estructura sobre la plaza, y el depósito vierte su contenido, una lluvia de octavillas de papel que aletea sobre la multitud. Los cuellos también se doblan muchos metros por debajo, mientras el sol asoma entre los edificios para cortarles los párpados.

Amanece el día en que occidente ha reciclado toda la moda, todo el arte, toda la historia, y lo ha hecho tantas veces que cualquier próxima variable no será más que una insípida repetición. Los ancianos están demasiado cansados de lo que han visto sus ojos, los niños demasiado ansiosos de lo que a sus ojos les queda por ver; será en nosotros —los hijos de los ancianos, los padres de los niños— en quien recaiga la responsabilidad de construir el Mundo Moral sobre las cenizas del Mundo Libre. Escucho una ovación. Hay esperanza. Feliz Año Nuevo.

Los brazos se estiran sobre la lluvia blanca que se esparce sobre la plaza como confeti. Pero el confeti es papel vacío, y las octavillas tienen escrita una palabra que atrapan las manos hambrientas de los sonámbulos. Y los sonámbulos leen la palabra con sus ojos cerrados, y la palabra dice:

Despierta