lunes, 27 de octubre de 2008

Muerte al Toro de Fuego

—El Toro Jubiloso es la última diversión del año —dice el ilustre alcalde con la ilusión de un chaval.

Me hago pasar por reportera de la revista Tauromaquia en el siglo XXI, editada por la Liga de Ganaderos de Lidia. Desde el balcón del Ayuntamiento tenemos una magnífica perspectiva del recinto circular. La turba vitorea desde las gradas los preparativos del rito y, aunque el astado se niega a abandonar toriles, no puede resistirse por mucho tiempo. La tensión de las maromas le sujeta el cuello a un poste, donde le aplican barro y la gamella con las bolas de fuego.

—Se le da barro en la cara para que no sufra —me explica el alcalde, en su esfuerzo por documentarme para el artículo que se supone estoy escribiendo. A continuación, la cuadrilla de mozos prende cinco hogueras en el recinto y el olor de grasa y madera quemada asciende hasta el balcón.

—Representan los cinco Cuerpos Santos —explica el alcalde.

Un tumulto de personas trata de irrumpir en el recinto con un megáfono y pancartas de letras que chorrean como sangre. La Guardia Civil se interpone para mantenerlos al margen de la celebración.

—Cada año hay más “San Franciscos”, como les decía el Alcalde de Arenillas. Me refiero a jovencitos ignorantes, de asociaciones antitaurinas que intentan reventarnos la Fiesta. ¡A ver si se llevan un palo esos vagos, y se les quitan las ganas de fastidiar!

Una vez apartados los alborotadores, se escucha un toque de dulzaina castellana, a modo de lamento. Los mozos prenden las bolas de fuego y se preparan para la suelta del animal.

—Ahora observe usted con atención.

Observo que Chelo Insania es salvaje, demencial y asesina; pero encender bolas de fuego en los pitones de un toro es perfectamente civilizado porque, como me ha dejado saber el alcalde, “forma parte de nuestra tradición y nuestra cultura”. El toro sacude los pitones en llamas pintando espirales naranjas en la noche, y atraviesa dos de las hogueras en su camino ciego de tradición y cultura, tras lo que estalla la turba del graderío en vítores de satisfacción. Las llamas rodean la testud y el aire nos llega con trazas de pelo quemado. El animal trunca la huída desesperada contra las tablas y va a doblar las rodillas en la arena.

En ese instante, en el que el público aplaude con ardorosa pasión, me gustaría ser un sonámbulo incapaz de sentir este dolor que me hace llorar. En ese instante, he de reprimir el deseo de abrir mi navaja y seccionar los párpados del alcalde para permitirle contemplar el rostro de la barbarie.

—Nada de políticos, animales o niños. Y usted encaja en las tres categorías.

—¿Decía usted algo, señorita?

—¿Sabe quién fue Dante Alighieri? Sale en las monedas italianas de dos Euros. Bene, pues vamos a ver juntos otro “espectáculo dantesco”.

Saco del bolsillo un transmisor de radio y despliego la antena telescópica. Al apretar el botón rojo, las cargas incendiarias instaladas bajo la estructura que sostiene las gradas estallan con un bufido de azufre. El recinto se convierte en un aro de fuego, cuyas llamas ascienden hasta que podemos sentirlas en las mejillas desde el balcón del Ayuntamiento. El alcalde da un paso atrás con las manos temblonas y el rostro descompuesto. Los quinientos espectadores del acto se funden en un alarido insoportable, un único cuerpo agitándose dentro del séptimo círculo del infierno, reservado para nosotros los violentos.