sábado, 27 de septiembre de 2008

Muerte a Poncho Porrajos

Se alza el telón del teatro Amalia de Madrid. Lienzo negro al fondo. El único foco presenta un taburete de camerino, sobre el que hay un jarrón lleno de crisantemos blancos.

Entra Poncho Porrajos vistiendo botas de tacón, medias de red, body púrpura, boa de lentejuelas, guantes blancos, dos penachos de plumas surgiendo de una diadema de brillantes. El personaje marca los pasos hasta el centro del escenario, se dobla por la cintura como una bailarina de cabaret y huele una flor del jarrón.

—¡Detesto el olor del crisantemo! —recita—. ¡Que alguien la saque de mi vista, oh pestilencia de necrópolis!

El único asistente soy yo, acomodada en una de las butacas centrales de la primera fila. Poncho me descubre por el ruido de mi mano en la bolsa de las palomitas. Aplaude tres veces mirando directamente hacia mí:

—¡Bravo! ¡Palomitas en un teatro! ¡Eres el público que estaba esperando, mil veces bravo, esperando aborrecer!

Me tomo varios segundos antes de contestar:

—¿Sabes quien soy?

—¿Y tú? ¿Sabes quién soy yo? Soy el artista, el showman, el dramaturgo, el cínico, el improvisador, el mimo, el travestido, el histrión… Te estaba esperando, claro. Lo mediocre no puede tardar en animarse a destruir lo sublime.

Ahora aplaudo yo:

—¡Mil veces bravo! El drama se te da mejor que la poesía. ¿Cómo te apetece que lo hagamos?

—¿Cómo, criatura? Merezco un final apoteósico, una gran ovación. Mi cuerpo suspendido sobre el escenario, observando el clímax como un Deus Ex Machina

—Lo imaginaba. Podemos arreglarlo.

—Para una muerte así, un histrión debe vestir sus mejores galas, su maquillaje más espectacular. El público aplaude en pié, la ovación se derrama durante horas y horas, antes de rendirse a abandonar el teatro…

—Con este cielo nublado a lo mejor tienes suerte. Avecina tormenta.

—¿No tengo derecho a conocer la sentencia?

—Haces sufrir a tus niños.

—¡Vamos, guapita! ¡Mis niños me adoran! Les he dado todo, les he enseñado todo, les he convertido en lo que son.

—Crees que tu compañía te adora, porque dice que te adora, porque necesitas que te adore. Pero te detesta.

Poncho marca un círculo perfecto alrededor del taburete, sin abandonar el óvalo de luz, antes de decir:

—No sabes nada de nada. El público se sienta a mirar, se infla de palomitas, y se cree el dueño absoluto del arte. Pero el arte pertenece al artista.

—Discrepo. ¿Sabes qué día es hoy?

—¿Oyes eso? Sirenas de policía. Patrullas entrando en mi teatro, subiendo las escaleras con la pistola en la mano. ¡Este es el talento del artista, guapita! He conseguido entretener a la asesina hasta que, mis disculpas, se le ha hecho demasiado tarde para el final que traía preparado.

Dejo que su sonrisa se estire hasta la mueca, antes de levantar mi pie derecho:

—Hoy es el día de la lucha contra el cáncer.

El cabo que yo estaba pisando corre como una serpiente por el suelo y sube la tarima del escenario. Del otro extremo, una saca de tierra se descuelga desde una trócola. Otra soga más gruesa sube y se tensa bajo el mentón de Poncho, dos poleas giran y la soga queda alrededor de su cuello. Un racimo de sacos baja lloriqueando para lanzar su cuerpo disparado hacia arriba. Poncho queda colgado en mitad del escenario, sacudiendo los pies a varios metros de las tablas.

Los penachos de plumas baten como un par de alas. Un trueno sacude la estructura del patíbulo. ¿El cielo? ¿Las puertas del teatro? Pasos en las escaleras de acceso. Con la entrada de la policía al patio de butacas, mi sombra se disuelve entre bambalinas.

—¡Luces!

Hay una mujer al mando. Rasgos orientales, cuarenta años, piel seca, sin maquillaje, gabardina negra y, que me aspen, zapatillas de tenis. He de sujetarme al telón tras el que me oculto ante el horror de la combinación.

—¡Santa Barbarie! ¡Que alguien encienda las luces!

La conozco, se llama Tanako Sasanga, de la Brigada de Amenazas de la Interpol.

—No se enfade jefa —dice alguien desde el fondo—, se nos ha vuelto a escapar.

Veo emerger de la sobra a un Niño Bonito de veintitantos, con mentón de mármol y espaldas de gimnasta. ¿Qué pinta en la policía este modelo de Gordiar Mony? La agente Tanako estudia el alcance de mi última obra, la mueca pendular del histrión, la lengua hinchada, las piernas retorcidas, el perfecto Deus Ex Machina

—De noche todos los gatos son leopardos —dice.

Alguien enciende por fin las luces del teatro. Comienzan a descolgar a Poncho Porrajos. A través de las puertas abiertas irrumpe la ovación, la ovación incondicional de la lluvia.