lunes, 30 de abril de 2007

Muerte a Diann Cruje

La mato porque veo cada día, cuando regreso del trabajo, sus azules ojos verdes, sus verdes ojos azules, su rostro en la fachada de los grandes almacenes anunciado a escala insoportable. Cada día Selena de Troya, la mujer más hermosa del mundo.

La primera vez que la vi fue en la semana de la moda en Tokio, aquel año en que el rojo combinaba con el negro y la actriz germana era musa de Yves San Laurel. La pasarela se abrió para un cuerpo blanco dentro de un vestido de corte irregular, y sufrí una colisión accidental con su mirada azul —porque el día de Tokio no había verde, bajo la luz oriental era toda azul.

Después del desfile, después de un recorrido por Omotesando y Roppongi Hills, mis contactos me recomendaron la visita del centro de negocios de Shinjuku. Aquellos rascacielos, dijeron, no se veían en ninguna otra parte del mundo. Al pie de las estructuras de plata y cristal, todavía pensando en las piernas de ella, me aburrí de la avenida y caí en una red de calles bulliciosas. Era la primera vez que me fijaba en alguien desde la muerte de… No diré su verdadero nombre, prefiero llamarla Troya. El nombre del asedio, el engaño, el sufrimiento, el nombre de una tierra desaparecida.

Entonces me detuve delante de una sala de juego, atraída por el magnetismo de las sirenas y los jingles, y el calor de aquella fiebre consiguió distraerme de mi propia fiebre. Entré. Caminé entre las personas enfrentadas a las máquinas sin entender el juego. Pero no eran personas, no era ningún juego. Con una mano recargaban la bandeja de bolitas de acero, con la otra hacían girar los controles. Miles de relucientes bolas caían por serpentines luminosos, saltaban ruedas y molinetes, giraban, volaban, cantaban perdiéndose en anillos de colores. Tiempo desperdiciado, valor desperdiciado, vida desperdiciada. “¡El horror! ¡El horror!”, susurraba el rostro del enemigo al fondo de la sala, desde el corazón de las tinieblas. ¡Miserable Joy Pachinko! Lo vi tan nítido como veo ahora el anuncio de Diann Cruje en la fachada de los grandes almacenes.

Hoy la imagino despidiéndose del equipo técnico después de tres horas de sesión fotográfica. La imagino sorprendida por un ramo de crisantemos blancos en el vestuario; intrigada por el encuentro de un sobre que dice, Tienes derecho a escuchar sentencia; asustada leyendo la tarjeta que contiene.

He escogido cuidadosamente las flores de la primera vez. Mato a Diann Cruje en nombre de las mujeres y los hombres que desean a Diann Cruje. Mato a Diann Cruje en nombre de las mujeres y los hombres que quieren ser Diann Cruje. En nombre de Troya, y las mujeres y los hombres que nunca más serán Diann Cruje.

Muera el ideal de la belleza, dice la tarjeta que imagino en la mano de Diann Cruje. Ahora dejo de imaginar y la veo abandonando el edificio, con la discreción de la puerta trasera, las gafas de sol y el cuello de la gabardina. Elegante hasta el último momento. Yo conduzco el coche sin luces de la canción de Olvido. Mil campanas, no me arrepiento, volvería a hacerlo. El tema apropiado para hacer bailar el cuerpo perfecto de Diann Cruje encima del capó. El estallido perfecto del parabrisas, la perfecta acrobacia de una muñeca con brazos y piernas articulados.

Los verdes ojos azules, fachada de los grandes almacenes, son testigos ideales de la fuga del vehículo a la fuga.