domingo, 21 de septiembre de 2008

Muerte a Plaudio, Rey de Dinamarca

Algo huele a podrido en Dinamarca.

Más allá de los muros del castillo de Elsinor, más allá de las fronteras del país, las tropas noruegas de Fortimplás dan cuenta del ejército Polaco. Los rumores del campo de batalla nos traen de vuelta a Dinamarca con música de Wagner, hasta estas almenas coronadas de blasones para recreo de la luna. La luna tiene un corazón de hierro de 300 kilómetros de diámetro. Su luz robada me transforma en una sombra de jardín, un espectro entre arbustos…

Arriba, Orfelia descansa en su lecho. Su padre Tolonio, Gran Chambelán, describe al Rey Plaudio un plan para espiar la conversación de Hanleth con Gertrudia, la Reina. Ella aguarda a Hanleth en sus aposentos, preocupada por la salud del Príncipe, sin sospechar que la locura es una máscara. Tampoco Tolonio sospecha el riesgo de su conjura, esa estocada capaz de atravesarle la ambición y el pecho en el peor momento.

Mi objetivo es el Rey en esta noche trágica. No mato a Plaudio por envenenar a su hermano, legítimo monarca. No mato a Plaudio por ocupar el trono que corresponde a su sobrino. No mato a Plaudio por seducir a su cuñada, la Reina. Plaudio debe morir para poner punto final a la tragedia. Muere, sobre todo, para vergüenza del Príncipe cobarde, para librar de su redención a Hanleth.

Un rumor pernicioso ha infectado el ánimo de los soldados: las noches de luna, los muertos abandonan sus tumbas para anunciar la caída del trono en manos extranjeras. Dos centinelas de ronda me dan el alto sin alcanzar a ver más que una sombra. Yo respondo a la guardia con el santo y seña del primer acto, que —gracias a las limitaciones del teatro— resulta ser el mismo de esta noche.

Trepo por el muro hasta la cámara principal, me oculto tras los tapices. La declamación del Rey se escucha con claridad desde donde me encuentro. Plaudio lamenta sus problemas de conciencia, pide perdón al cielo por su crimen inmundo; pero ¿qué perdón merece quien no renuncia al botín, corona y reina?

Entra Hanleth, ese llorón de calaveras. A punto está de matar a su tío si la piedad no lo frena. La mano piadosa, o débil, o presa del temor a enviarlo al cielo en vez de al pozo que le corresponde en el averno. A partir de aquí la leyenda se inflama. El rey cae de rodillas sin percibir la presencia de su sobrino. Yo abandono el tapiz y le quito la espada a Hanleth, cuando ya la envainaba. Si hay patrón hay que cortar. Atravieso al rey de hierro templado, vuelvo a poner la espada en la mano temblona del Príncipe, sangre real embelleciendo la empuñadura. El cuerpo del monarca cae como un jubón desceñido. Tarea para los clowns, compañía para Yoric.

Salgo aprisa de la cámara, como saldría una sombra, o un espectro. Antes de que el protagonista estropee el texto poniendo en palabras su desconcierto. Ver o no ver. Nadie me ha visto, excepto Hanleth. Esa es la cuestión.

La luna se ha movido sobre los blasones de las torres de Elsinor. Ahora existe una oportunidad para el amor de la dulce Orfelia; si el llorón, como tiene por costumbre, no la estropea. Existe una oportunidad para su padre Tolonio y su hermano, el joven Laertres. Y para los amigos traidores Rosencraft y Gildersten.

Mas quién quiere amigos traidores, aunque la justicia les quite la oportunidad de demostrarlo.