lunes, 13 de octubre de 2008

Muerte a Vim Vartom

Derivaciones hacia lo insólito.

El secretario personal de Vim Vartom contacta conmigo a través del Libro de Visitas del blog, y me trasmite sus deseos de concertar una entrevista. El señor Vartom “confiesa estar muy interesado en conocerme, así como en proponerme un negocio”. Ambos se encuentran actualmente en París, y “estarían dispuestos a tomar el próximo avión a Barcelona para verme”.

Si la curiosidad por las novedades no fuera uno de mis defectos no trabajaría en el mundo de la moda. Y si la moda no fuera mi vida no estaría siempre dispuesta a volar a París.

Les he citado en el Cementerio del Père-Lachaise, a media noche, junto a la tumba de Oscar Wilde (1854-1900). Es una noche hueca y húmeda como un nicho. Ellos llegan puntuales. Yo retraso mi aparición mientras observo el terreno, oculta tras una lápida. El secretario es un tipo huesudo, de mirada asustadiza, que no para de estornudar. El director ha ganado peso desde el éxito de Pesadilla antes de Vanidad. Al fondo hay un tercer tipo, alto, de complexión fuerte. Parece que esta gente de Hellywood no sale de casa sin guardaespaldas.

Al sonar las doce y media en una capilla cercana, la muerte aparece envuelta en una capa negra con capucha. El secretario se lleva la mano al corazón, con un ademán afectado. El señor Vartom se alegra de verme. ¡O de no verme! Me ha traído the director’s cut de su película La novia Calavera y un ejemplar del libro La melancólica muerte del Chico a Ostias. Le pide al secretario que me lea la dedicatoria, que dice en inglés:

Para la emisaria del Hades,

compañera de sarcófago

con admiración, respeto,

y batir de alas de murciélago.

V.V.

El secretario se aproxima para ofrecerme los obsequios. Con un gesto de cabeza le indico que los deposite sobre la tumba de una tal Roseline De Venue (1929-1995). Porque no sé quien es esa señora, ni me importa.

Algo huele a podrido en París. Tanako Sasanga ha demostrado ser una mujer con recursos, y Vim Vartom parece un cebo apetitoso para organizarme una emboscada. Mientras el secretario corretea de regreso con su jefe, vigilo al joven guardaespaldas. Le pido al señor Vartom que vaya al grano. El director dice que, a su humilde parecer, he inventado una nueva poética de la muerte. Mi Lista de Muertos expresa un deseo en el que muchos se ven reconocidos. Chelo Insania tiene una estética poderosa, confiesa estar hondamente intrigado por el carisma y el calado de mi personaje. Dice que, para ir al grano, se moriría por haberlo inventado él.

Mi sugerencia inmediata es cortarle el cuello a ese problema, antes de que la luna palidezca y haga callar a la lechuza. Como si fuera un efecto preparado, se escucha el canto de una lechuza. El secretario empieza a reírse, pero abandona la tentativa. El señor Vartom insiste en la seriedad de su oferta. Llevaremos mi Lista de Muertos a la gran pantalla, una película de animación llena de horror y sangre. Habrá que cambiar los nombres de las víctimas, claro, para evitar las demandas de los famosos que decidamos ejecutar. ¿Qué tengo que decir a eso?

Le digo que tengo un ataúd de su tamaño. Que empecemos matando al director de la película, por frivolizar con la muerte, para que pruebe su propia medicina. Sin vacilar, contesta que le parece una excelente idea, sí, una excelente idea…

Esta es la señal, la serenidad de Vim Vartom. La serenidad de Vim Vartom me revela que se trata de una trampa. Imagino dispositivos policiales en los accesos al cementerio, un círculo de agentes armados cerrando la garra alrededor de la tumba de Oscar Wilde (1854-1900).

Echo los faldones de la capa hacia atrás y dejo ver dos ballestas construidas en el anverso de sendos crucifijos. Silba el arco de la primera ballesta y crece una estaca de madera en el corazón de Vim Vartom (1958-2008). El director se sujeta con dos manos a la estaca, como un vampiro enfrentado al fin de la eternidad. Un vómito de sangre cae sobre su camisa blanca, antes de que sus rodillas se hundan en el camposanto.

El guardaespaldas sostiene un revolver apuntando hacia mí, se oye una detonación y el vuelo fantasmagórico de la lechuza. Silba el arco de la segunda ballesta y crece una estaca de madera en el estómago del guardaespaldas.

De inmediato, una fauna secreta parece cobrar vida entre las sombras. Motocicletas de cross avanzando hacia nosotros, patrullas guiadas por perros en la ronda circular. Un megáfono anuncia que la zona está rodeada por la gendarmería francesa. El secretario intenta llegar hasta los cipreses, pero no todo lo que intentamos se consigue. Una estaca le pincha contra un tronco como una mariposa de colección.

Después abandono las ballestas, me cubro con la capa, soy una sombra que rueda entre cipreses, me disparan. Los faros de las motocicletas hurgan entre los mausoleos y las lápidas. Gritos, llamadas en inglés y francés…

Las fuerzas del orden peinan el cementerio hasta el alba, molestando a los gatos silvestres. Yo escucho las pisadas varios metros bajo tierra, la respiración contenida, dentro de la tumba de Marcel Proust (1871-1922), en busca de la mejor forma de dejar pasar el tiempo, sin perderlo.