jueves, 30 de octubre de 2008

Muerte al Mall

Uno de los males de este siglo de decadencia del Mundo Libre es sin lugar a dudas el cerebro infundibuliforme, el cerebro que —como si llevara un embudo aplicado encima de la cabeza— se traga cualquier vertido sin oponer resistencia.

Observo algunos de ellos con cautela, desde el segundo piso de este nuevo centro comercial de baldosa blanca y barandilla cromada, deslumbrante escaparate y anuncio de rebajas, de videojuegos cantarines y aroma de palomitas, risas de sacarina y terrón de azúcar, maniquíes vestidos con la ropa que envidian personas de carne y hueso. Veo hombres transpirados y mujeres con dolor de pies cargados de bolsas, mamás y papás conducidos por carritos de bebé, adolescentes educados por la publicidad, pandillas de niñas aburridas, pandillas de niños aburridos. Son los mallditos, condenados a vagar durante toda la eternidad. El edificio que recorren en círculos tiene forma de semiesfera de cristal, una inmensa cúpula de Dante sostenida sobre vigas meridianas de acero azul. ¡Que me aspen! Cada vez los construyen más lejos de las ciudades, más bonitos, grandes y vacíos.

Las terrazas de ambas plantas están conectadas por rumorosas escaleras mecánicas, la perfecta metáfora del sonambulismo. Evito las escaleras mecánicas porque sirven para subir sin esfuerzo, lo que avanza en sentido contrario a la razón más elemental: para ascender, es imprescindible la voluntad de moverse. Aunque se trata de una atrofia común a casi todas las edades del desarrollo humano, los jóvenes suelen acusar propensión a desarrollar cerebros infundibuliformes. Esto se debe a que son más sensibles y, me parece, a su apetito por el cambio. El proceso de vertido sobre los cerebros infundibuliformes requiere la aceptación de cualquier novedad en base a la credencial de ser nueva, aunque no sea novedosa. La pereza común a estos cerebros, unida a la escasez de criterios y la fragilidad de la memoria moderna, considera la etiqueta ¡Nuevo! una garantía de satisfacción. Muchas marcas de moda, cadenas de televisión y radio, productoras de cine y videojuegos, grandes discográficas, editoriales y prensa especializada, salas de exposiciones, son fuentes que alimentan de lucrativas astucias los cerebros infundibuliformes. Se estrena la misma película con distintos actores, y se vuelve a llenar el cine de espectadores con los ojos cerrados. La radio promociona el lanzamiento del nuevo disco de cualquier artista avalado por la fama, y los cerebros infundibuliformes lo recomiendan a sus amigos. ¡El aliento narcótico de Joy Pachinko!

Pero ahora estoy aquí y estoy despierta. Si la infundibuliformia, hoy, es la atrofia más frecuente en el ser humano, el entertainment es una de las más graves deformidades de la cultura. Miles de personas disfrutan cada fin de semana una creciente afición por vaciar el alma y “entretenerse”. ¡Lo tengo delante de mis ojos rajados! Causa pavor observar cómo la palabra “ocio” ha mutado hasta un sinónimo de “consumo”. ¿Ya no se concibe un cine si no esta rodeado de tiendas de ropa y restaurantes de comida rápida?

—¡Chelo Insania, estás rodeada!

Me vuelvo lentamente para ver a la agente Tanako detrás del cañón de su pistola, con las piernas en uve, a unos diez metros del centro de la plaza donde me encuentro.

—¡Santo Celo, con qué ganas he esperado este momento! ¡Ni se te ocurra moverte! ¿Por qué llevas máscara antigás? ¿Por qué diablos llevas un embudo en la cabeza?

—Los locos llevamos un embudo en la cabeza. Y los cerebros infundibuliformes, aunque ellos lo llevan dado la vuelta.

—¿Infundiformiqué?

Como si se le hubiera atragantado el término, la agente especial comienza a toser. La irritación de las vías respiratorias es el primer síntoma que producen los gases tóxicos que he difundido a través de los conductos de ventilación. Algunas personas se detienen a observarnos con curiosidad, creyendo que se trata de algún tipo de show organizado para divertirles.

—¡Apártense! —grita ella— ¡Pongan a sus familias a salvo!

—¿Puedo preguntarle cómo me ha localizado?

—El Aston Martin de James Bored que hay aparcado ahí fuera. El MI5 informó a la Interpol de, de la jugada que le hiciste a su agente, en aquel hotel de Londres.

—¡Qué metedura de pata!

—Ha sido un error indigno de ti, debiste deshacerte del coche.

—Lo hubiera tirado al fondo del río, pero es un vehículo anfibio.

Llegan los muchachos de Tanko, refuerzos de Londres con gabardinas de Eliot Ness, y con ellos la policía local. Seis agentes corren hacia aquí por el pasillo frontal, seis agentes más por el pasillo lateral izquierdo, seis por el derecho, otros tantos por el pasillo que tengo detrás. Enseguida forman un anillo de seguridad en el perímetro de la plaza.

—¡Entrégate, Chelo! ¡Todas las salidas están vigiladas!

No es la primera vez que una rata escapa con vida de una ratonera, sobre todo si dispone de alta tecnología diseñada para los agentes cero coma cero del Servicio Secreto de Su Majestad la Reina de Inglaterra. La policía ordena a los curiosos que abandonen la plaza. Los adolescentes se apartan sin querer perderse el espectáculo, los papás recogen a sus pequeños y los pequeños rompen a llorar. En un minuto estoy sola en medio del corro de agentes armados, bajo un cielo postizo de acero y cristal.

—¿Qué tramas aquí, Chelo? ¿Qué te propones?

Tanako vuelve a toser. Mi voz suena metalizada a través de la máscara antigás:

—Dispone usted de una hora para el desalojo. Superado ese tiempo, la concentración de toxinas en el aire va a ser muy superior a la que existe en un centro comercial cualquier otro sábado por la noche.

Tanako mira a su nuevo ayudante y empieza a comprender. No se ha fijado que llevo en la muñeca el reloj Omega de James Bored que tomé prestado en Londres. Oprimo un botón, se escucha un bufido, un espiral de humo envuelve mi cuerpo. Los dedos vacilan sobre los gatillos de las armas reglamentarias, pues si abren fuego ahora herirán a los compañeros que tienen enfrente. Aprovechando la confusión, hago girar la corona del reloj para disparar un punzón de acero que se clava en el cenit de la bóveda. El punzón lleva un cable que se tensa al accionarse el diminuto motor de tracción, capaz de izarme fuera del alcance de Tanako Sasanga.

—¡Ahí arriba! ¡Abran fuego!

El embudo de plástico que llevo por sombrero cae a sus pies. Los policías disparan contra la estela de humo, las balas silban y tocan campanas en las vigas del techo hacia las que me dirijo. Pronto alcanzo un lugar seguro en la estructura y me dirijo hacia la cubierta exterior. Veinte o treinta metros más abajo, Tanako Sasanga saborea la rabia. Pero no es sólo rabia: la quemazón de garganta le recuerda que debe renunciar a perseguirme, si no quiere que mueran centenares de personas inocentes.

Una hora después, clientes y empleados del centro comercial han sido reunidos afuera, en la explanada del aparcamiento. El Aston Martin, tal como yo sospechaba, fue un cebo magnífico. Tanako me ha ayudado a convertir a mil doscientas víctimas en mil doscientos espectadores, así que doy comienzo al espectáculo.

Bastan cuatro detonaciones programadas en los cuatro núcleos estructurales para que la cúpula del centro comercial se hunda sobre sí misma, como un balón pinchado. Un estruendo digno del anuncio del sistema de sonido THX para salas de cine, una ola de polvo que asciende desde la base y cae sobre el aparcamiento, pintando de blanco los mil doscientos rostros de los mallditos. Cuando vuelven a abrir los ojos —la locura es una máscara— el mall ha desaparecido. Me parecen suficientes efectos especiales para esta noche de entertainment.